nota azarosa

Lucas Samara – Photo-Transformations

Me siento en una mesa de la biblioteca de la universidad. Detrás de mí dos estudiantes conversan. La chica le cuenta a su acompañante sobre sus crisis de pánico, medicamentos y otras cuestiones. «Tú andas con una farmacia en tu mochila» le responde. Luego hablan de cómics. Dejo de prestarles atención. Entro a la web de Página12 y encuentro una crónica de Guillermo Saccomanno sobre Cioran. Reparo en que hace mucho que no leo una línea del rumano, aunque, oh simetrías, llevo un rato mirando con atención las películas de su coterráneo Radu Jude. La última que vi trata de un padre y su hijo viajando desde su casa en un caserío rural hasta el pueblo para arreglar un antiguo televisor. Inmediatamente pienso: «esto podría haberse filmado en Paillaco o Chiloé».

Como sea: voy a Google y busco Brevario de podredumbre. Me deslizo en el pdf que se ofrece a mis ojos como un papiro de pixeles. Leo lo siguiente: «A fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida inspira más espanto que la muerte: es ella la gran Desconocida». Pienso en la chica y su pánico. El angustiado suele decir que una crisis se produce por un repentino temor a morir. Pero si seguimos al buen Cioran, santo patrono de la amargura, quizá la lógica sea inversa: el angustiado, tal vez, experimenta un súbito arrebato de vida. Mucha vida. Una intensidad insoportable. «Estoy vivo y no lo tolero», parece decir el cerebro en su desajuste neuroquímico. «Nos aferramos a los días porque el deseo de morir es demasiado lógico» escribe más adelante Cioran. Comulguemos o no con su ética, su escritura tiene algo de implacable. Es la lucidez de los que nacen bajo el signo de Saturno. No es raro escuchar a personas medicadas con fármacos para la depresión u otros trastornos afines comentar que el tratamiento los hace sentir vacíos, como muertos por dentro: una intensidad modulada para funcionar en el día a día. Para no pensar en ese insondable y extraño misterio que estar sobre la Tierra.

Días atrás un amigo me contó de una amiga suya cuyos padres perdieron su casa y un hijo en un incendio. Le digo que el mundo a veces es trágicamente obsceno e intolerable. Él me responde: «lo raro es todo lo que pasa, salir a comprar, traer cosas en una bolsa, hablar con otros; si los actos humanos estuvieran ajustados al daño recibido (necesario y gratuito) solo debería haber fuego y sangre y fritos en todas partes». A eso -me dice- me aferro. La vida, nada más (y nada menos, supongo).